II: El océano carmesí


Hablemos de la fuerza de lo onírico.

Los sueños cuentan los relatos más fatídicos.

O quizás aquellas premoniciones inesperadas.

Esa imagen onírica me acompañó durante varias semanas.

Era la explicación a la aversión a la cafeína, a las náuseas matutinas.

A la travesía de viajar en cajitas rectangulares rojizas.

A sabores extrañamente deseados y otros detestablemente repudiados.

¿Quién iba a pensar que aquellas almas indisolubles por la mágica sustancia del amor se disolviesen por la indiferencia, la falta de empatía y la incomprensión al cultivo de síntomas físicos y emocionales de un cuerpo gestante?

El tango del anhelo, la adoración y la pasión cambió de sinfonía, esta vez la soledad orquestaba el recital de desilusiones, culpas y tristezas.

Aún lo recuerdo, los pálpitos inquietantes y la mente estridente.

No era un monólogo, yo no era la única escritora en aquel guion que se repetía en un bucle intermitente.

 ¿Por qué escuchaba la voz que me decía hiperbólica en mi sentir?

 ¿Acaso él sentía lo que yo sentí?

Era yo la que tenía repudio por la comida, la que me estaba muriendo de manera paulatina y la que me desvanecía en las calles citadinas.

Aquella noche, la luna me observaba, me consolaba y me limpiaba las lágrimas que se deslizaban en la seda pálida.

Era la luna la que trataba de disipar el frío del corazón ausente.

Luego, mi ser se aferraba a la existencia en un mar de sangre fatigante.  

Y mis caderas ensanchadas abrasaban mi vientre, aquel fuego intenso me quemaba y me interrogaba.

¿Acaso es un deber la privación de los instintos primitivos de la “feminidad”?

Mi cuerpo acompañado por el océano carmesí y desinhibido por el dolor también consolaba mi corazón delator.

Acallaba mis juicios pues sabía bien que él había jugado fatigantemente los juegos de la hastiada progestina intolerante.

Poco a poco el olor ferroso me comenzó a adormecer, extenuada por la extraña lucha de lo que es ser "mujer".

Cass de Açaí



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